Se despiertan en una noche de ciudad, no hay estación, no hay temperatura. Hay niebla. Nubes negras. Alcohol y sexo se cuelan por las alcantarillas y carteles luminosos crean epilepsia en las colillas tiradas con desprecio en la acera de su insalubridad.
Él coge su ropa interior y entra en el baño de su mente para lavarse las ojeras de un día nocturno en el corazón de la urbanidad mientras ella se agacha y se tapa su feminidad con una delicadeza perdida aquellos días. Él la mira con ternura. Ha pagado y no le importa, ella es adorable y risueña. Un tesoro de tiempos antiguos en una actualidad infernal y demasiado humana.
La avaricia, la envidia, la lujuria y la pereza han acabado con todo lo bueno que quedaba de una humanidad ya condenada al exilio de la pureza y que ahora regurgita corrupción y deseo de manera desesperada y delirante.
No quedan sueños en un mundo así. El único sueño es el de vivir por la noche para volver a morir un día más. No hay preguntas, no hay vida, sólo instintos mecanizados y anarquizados de manera repulsiva. La ley de la selva ha llegado a las ciudades y una vez más nadie se libra de la quemadura de la mente vacía.
Salió de aquella habitación bañada en sarna y hormonas chaqueta en mano. Suspiró. Paso a paso bajó las escaleras de madera resinosa y chirriante. Tap. No podía dejar a alguien como ella así. Tap. No podía permitir que un oasis en un desierto metálico desapareciese. Tap. No debía marcharse sin volver a verla.
Ella se sorprendió al verlo de nuevo con unos ojos brillantes e ilusionados, como los que ella tenía. Llevaba una maleta y dos billetes de tren. El sueño de un hombre en el desierto de la vigilia es capaz de cambiar al menos un mundo entero.
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